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LA BASE DE LA INTELIGENCIA

Pavel Ferrada Reyes, psicólogo educacional

Durante mucho tiempo, se creía que la inteligencia del ser humano era un aspecto netamente racional derivado de procesos cognitivos elaborados y transparentado en el coeficiente intelectual de cada individuo. Sin embargo, a partir de la década de los 80 y motivado desde las corrientes psicológicas, el constructo de la inteligencia comenzó a poseer una concepción más ampliada, en la cual, el cerebro emocional arrebataba el protagonismo. 

Al igual que muchos otros constructos, el concepto de inteligencia posee dos acepciones: una coloquial que describe atributos distinguidos en una persona relacionados a las capacidades mentales básicas, y otra científica, de la cual surgen diversas teorías explícitas dependiendo del enfoque en que se analice. No obstante, las ciencias que estudian el cerebro han sido elementales para determinar que el estado emocional de la persona influye en la sinapsis y creación de nuevas redes neuronales, haciendo del espectro emocional, un pilar para potenciar las competencias mentales de una persona. De esta forma, se puede entender que el coeficiente intelectual no es necesariamente un predictor del éxito en la vida, puesto que, una persona puede poseer facultades cognitivas sobresalientes en determinadas áreas cerebrales, pero su falta de consciencia emocional o competencias interpersonales pueden perjudicar severamente su bienestar afectivo y procesos de adaptación, arrastrando inestabilidades que impidan lograr sus objetivos. En nuestra sociedad enferma de productividad, los números verdes siguen siendo un indicador de éxito, tanto en el mundo laboral como en el educacional, a veces, a costa del malestar individual de cada miembro que compone su organización. Este foco nos ha transformado en un grupo social indiferente a las necesidades afectivas de otros, celebrando títulos y promociones, por sobre los aprendizajes o la superación personal significativa. Así, más que un grado académico, debemos percibir la calidad de persona, más que un cargo superior, debemos atender sus capacidades de liderazgo, y más que un presidente, debemos analizar que sus discursos y/o acciones empaticen con las necesidades de la ciudadanía.

La inteligencia emocional fue conceptualizada y popularizada por Daniel Goleman, autor vigente que se aferró a la Teoría de la Inteligencias Múltiples de Gardner y a las investigaciones de Peter Salovey y John Mayer, autores pioneros que definieron a este tipo de inteligencia como la “capacidad para percibir, valorar y expresar las emociones propias y ajenas con precisión, relacionando habilidades que las regulan y que facilitan el pensamiento para promover crecimiento emocional e intelectual”. Estos autores subsumen la inteligencia emocional en las siguientes competencias: (1) Autoconciencia como la capacidad para reconocer las propias emociones; (2) Autorregulación como la capacidad de gestionar apropiadamente las emociones; (3) Automotivación como la capacidad de focalizarse creativamente en el logro de objetivos a través de la estabilidad emocional; (4) Empatía como la capacidad de reconocer y actuar apropiadamente ante las emociones ajenas; y (5) Control de relaciones como la capacidad de mantener relaciones interpersonales saludables.

Graficando las aptitudes emocionales a nivel neurofisiológico, se comprende que el sistema límbico (encargado de los procesos emocionales) se encuentra conectado a la corteza prefrontal, la cual posee la capacidad de regular los impulsos emocionales siempre y cuando esté entrenado, es decir, si somos educados sobre nuestra consciencia emocional desde infantes, en caso contrario, se obstaculizará esta función, disminuyendo nuestro umbral ante la pérdida del control y creando una escasez de recursos para afrontar apropiadamente las diferentes experiencias de nuestra vida.

Fortalecer la inteligencia emocional, es símbolo de alcanzar una estabilidad satisfactoria que podrá extrapolarse a los distintos entornos en los que nos desenvolvamos, siendo el verdadero predictor del éxito en nuestra vida, favoreciendo el autocuidado, empatizando en cada interacción y preservando nuestras máximas aptitudes prosociales, que automáticamente beneficiarán nuestro sistema nervioso y sus facultades cognitivas asociadas, las que, si estimulamos a través de un autodiálogo positivo, no conocerán de límites.

Pavel Ferrada Reyes – Psicólogo educacional Colegio Veinte de Agosto

Cursando diplomado de Educación Emocional y Desarrollo Integral

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